El show del mono tití fue presentado en el circo y recibido por el público con mucho entusiasmo.
La carpa estaba plena, lleno de niños gritando "¡mono mamá, mirá el monito!". El monito, en su estado más enérgico y atlético, saludaba a la gente con sus manos enguantadas de blanco, chalequito con lunares rojo y gorrito turco de mismo color y una sonrisa colgada de oreja a oreja.
La música empezó a sonar, salía de una cajita musical que era manejada por un señor muy viejo, encorvado y de muchas arrugas, pelo y barba blanca muy larga, casi le llegaba hasta el piso. Inmutable, inexpresivo, pero conciente de su rol de hacer andar a la cajita.
El mono tití bailaba, saltaba, hacía malabarismos con naranjas, pelotas de tenis y hasta con palos con fuego. Risas y risas, aplausos y aplausos inundaban de ruido al circo. De aquí para allí, salto tras salto, los niños se divertían, el monito se regocijaba. Miraba al público, jugaba con ellos, las señoras se alejaban, los nenes lo querían agarrar. El monito se libraba fácil y aireoso y con una sonrisa encantadora. De pronto, en medio de todo el gentío, vio a un hombre con un sombrero de copa negro que lo miraba fijo, muy detenidamente, sin muecas de sonrisa o expresión alguna de simpatía. Fumaba un habano largo y largaba bocanadas que cubrían de humo su sobretodo negro. Lo que más le impresionó al mono tití no era el humo o el sombrero, sino la mirada incisiva, seria y profunda que emanaba el hombre ante cada bocanada.
La expresión del monito, por unos cortísimos segundos, empezó a mostrar cierto nerviosismo y algo de inquietud. La mirada, esa mirada. Un nenito abrazó al mono cuyo afecto lo hizo volver al circo y lo hizo continuar con su show tan entretenido y alegre. La sonrisa le volvió y contagió a todos de su frescura y naturalidad.
Después de hacer una impresionante voltereta a través de un aro en llamas, levantó la vista hacia el público para recibir el multitudinario aplauso y vio que el hombre del sombrero de copa se había parado, con mismo temple frío, fumando su habano, contrastando notablemente con el resto que aplaudía enloquecidamente a pesar de estar sentados.
La bocanadas iban y venían, la música sonaba, las risas hacían eco, la mirada del hombre era tan inquietante que parecía que lanzaba cuchillas invisibles hacia el corazón del monito. Corazón que palpitaba cada vez más fuerte y fuerte, las piernas se le habían empezado a aflojar y las manos a transpirar, la sonrisa desapareció y los ojos se desorbitaron de su cara. Sin control de sus miembros el monito empezó a ver un poco nuboso, a exhalar e inhalar caóticamente, como si el corazón quisiera salir por su boca sin éxito. La mirada, esa mirada.
La gente había perdido definición, se veía difusa, como borradas y sus risas se escuchaban como si estuvieran bajo agua. Sin embargo el hombre permanecía intacto, su mirada parecía aún más intensa, sus ojos oscuros brillaban más que la luz de la carpa. Aplausos, aplausos y aplausos. Encorvado y asustado, el monito quería escapar, irse inmediatamente del circo, giró su cabeza y vio que estaba atado a la cajita musical que seguía sonando sin parar junto con el señor de barba larga aún inexpresivo. Tiró y tiró de la soga que no podía desatar y ante este inconveniente, el monito se enloqueció y empezó a gritar desesperadamente unos chillidos que podrían aturdir a cualquier sordo. La estrella del circo se convirtió en un simple animal asustado. Las risas iban cada vez en aumento, los aplausos parecían marcar el ritmo de los latidos del animalito, las bocanadas del habano habían llenado el circo de humo. De pronto, el monito cerró los ojos y dejó de bailar, el señor de barba blanca dejó de tocar la cajita y la música paró. La gente empezó a irse siguiendo la bocanada de humo impregnada en aquel sombrero de copa que se iba disipando cada vez más a la lejanía, en silencio.