Me creo inapto para denunciar alguna osadía gramatical, o alguna inusitada trasgresión literaria. Toda revolución propone algo nuevo, pero no siempre algo superior; todas merecen, ya sea por curiosa apatía o mero tedio, escucharlas. Después, el decurso del tiempo fulmina o remunera los descubrimientos valiosos. Entre las aparatosas guerras, y las pomposidades históricas de la industria, el siglo pasado tampoco mezquinó en revoluciones artísticas. Arrojo un ejemplo: la novelística había concebido la arenga realista de Flaubert, pero fue Joyce con su Ulises, quien dio la estocada final. El psicoanálisis y el periodismo hicieron el resto. Arrinconadas en pequeñas parcelas o en pequeños países, no era insólito que las revoluciones se confundieran, y hasta se moldearan en una sola.
La política y la artística cometieron esa impenitente licencia. Así, los poetas fueron agenciadores de ideologías y vieron en el status quo de su arte una deliberada imposición. La observación civil se convirtió en compromiso social, el optimismo en denuncia. En el orbe el gobierno era un suficiente enemigo; en la literatura, la misma literatura. La exaltación democrática de Whitman se convirtió en la estrepitosa decadencia de Charles Bukowski, que podía arrancar poesía –si consentimos en esa posibilidad- de sus apetencias sexuales, de la demacrada salud, o de un perro viejo. (No por capricho de idear títulos, se llamó a la estética de sus obras dirty realism).
Más abajo en el mapa, lo suyo hicieron hombres como Roberto Bolaño o Mario Papasquiaro. Aquí, por estas pampas, hubo un enigmático poeta llamado Osvaldo Lamborghini. Escribe su amigo Cesar Aira: “En Osvaldo hay una alusión a lo perfecto de verdad, que escapa al trabajo. Se trata más bien de la facilidad, una suerte de escritura automática. Entre sus papeles no hay un solo borrador, no hay versiones corregidas; de hecho, no hay casi tachaduras. Todo salía bien de entrada”. Hay algo de absurdo en esta afirmación, algo que no convence del todo. He leído todos sus poemas, y me consta que no hubo corrección en sus versos. Lo demás son bagatelas de una amistad.
Es menester, rescatar alguna luces perdurables: fueron voraces, fueron apasionados; enemistados con la literatura, supieron ser sus compañeros, como una vieja rival con la que charlaban toda la madrugada.
Más abajo en el mapa, lo suyo hicieron hombres como Roberto Bolaño o Mario Papasquiaro. Aquí, por estas pampas, hubo un enigmático poeta llamado Osvaldo Lamborghini. Escribe su amigo Cesar Aira: “En Osvaldo hay una alusión a lo perfecto de verdad, que escapa al trabajo. Se trata más bien de la facilidad, una suerte de escritura automática. Entre sus papeles no hay un solo borrador, no hay versiones corregidas; de hecho, no hay casi tachaduras. Todo salía bien de entrada”. Hay algo de absurdo en esta afirmación, algo que no convence del todo. He leído todos sus poemas, y me consta que no hubo corrección en sus versos. Lo demás son bagatelas de una amistad.
Es menester, rescatar alguna luces perdurables: fueron voraces, fueron apasionados; enemistados con la literatura, supieron ser sus compañeros, como una vieja rival con la que charlaban toda la madrugada.
Fuente: Panoramica Del Observador, Jose Ignacio Alonso, nos reservamos los derechos.
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