Pero el misterio más profundo tiene, inevitablemente, raíces largas y gruesas; cuándo y cómo comienza estas concepciones estériles, destinadas sólo al ser ocupado y demasiado preocupado en sí mismo y en vanas supersticiones, es la pregunta a formular.
De las supersticiones cabe afirmar que nunca desaparecieron; cambian su forma y su contenido porque cambian también sus necesidades. Si las preocupaciones de las culturas antiguas eran la muerte y la incertidumbre de lo que sucede en ese otro estado, ahora es todo lo contrario. La preocupación consiste en lo que nos pasa en vida, en nuestro futuro cercano, si prosperamos o fracasamos. Ya no se teme a la muerte como un concepto imposible, pero si se teme a desaparecer violentamente de este mundo y dejar todas nuestras empresas truncas. El hombre de este siglo, calculador y científico, cree no obstante, en lectores de augurios ajenos, en astrólogos, en semidioses que les dicte algo de certidumbre para mitigar su desesperación, y sobre todo en el psicoanálisis, esa superstición vestida elegantemente de ciencia. Estas concepciones estériles auspician una ceguera imperiosa que pueden ocasionar, como un efecto dominó, a la funesta degradación de sociedades enteras. Dicha enfermedad suele ser invisible para los ojos de los enfermos; la agonía es silenciosa pero mortal. El pensamiento individualista es un deliberado germen; beneficioso para sus doctores, pero lúgubre para la conciencia colectiva. El espíritu enfermo se regodea de su existencia, de su inmortalidad,
En la cuestión temporal, es acaso más posible de esclarecer. Nos basta con observar minuciosamente el decaimiento de la literatura en forma gradual durante el último siglo. Y llegamos a este punto pobre, en el cual la sociedad demanda novelas ingenuas, desprovistas de toda lealtad intelectual; formidables libros, que parecen tomos enciclopédicos, pero que en su interior no se presenta más que un ineficaz relato a la manera de la cinematografía holiwoodense, colmados de fingidos diálogos, sin dejar nada para la imaginación del lector, quien, cómodamente, ya ha asumido su papel de mero espectador. Quiero detenerme, también, en su fisonomía: las ediciones son atractivas, con títulos pomposos, y las letras en relieve y doradas. El costo de estos libros suelen ser excesivos, pero el tiempo corrompe sus ambiciones monetarias y su costo devalúa en años y hasta en meses, a medida que su escasa fuerza literaria se deja ver.
Entendemos entonces, que la novela es la más admitida, comercialmente, por las editoriales más importantes. Le sigue, en menor medida, pero sin perder importancia, el ensayo histórico y periodístico. Después, los incipientes libros de auto-ayuda (que prometen, como dijo Baudelaire, convertir a todos los mendigos en monarcas). Más atrás, relegada, casi invisible, silenciosa y sumisa, la poesía.
“Puede preguntarse por qué siendo la poesía tan poco necesaria en el mundo ocupe tan elevado lugar en las bellas artes. Lo mismo puede decirse de la música. La poesía es la música del alma, sobre todo la de las almas grandes y sensibles. Uno de los méritos de la poesía, por todos reconocido, es que dice más que la prosa y con menos palabras. No me ocuparé de otros encantos de la poesía porque son conocidos, pero sí diré que no hay verdadera poesía sin gran sensatez. Pero, ¿cómo puede armonizarse la sensatez con el entusiasmo? Pues como hacía César, que trazaba el plan de una batalla con gran prudencia y una vez realizado combatía con furor”.
Voltaire señala la inutilidad tanto de la poesía como de la música, y que sin esfuerzo intelectual podemos nosotros contener esa idea para todas las demás artes. La necesidad es puramente para el espíritu elevado; no proporciona ningún beneficio funcional. Al menos, esto último dicho, será aplaudido por cualquier ingeniero, psicólogo o abogado de mi siglo. Yo entiendo que todo beneficio intelectual no sólo también es un beneficio funcional, sino que es el más importante. Las aclamadas democracias que gobiernan estas épocas, y que se jactan de ser tan perpetuamente funcionales, no hubiesen sido concebidas sin el capital intelectual –utilizando el término de Valery, que a su vez, lo reprodujo de la modernidad-. Las grandes naciones han invertido el tiempo suficiente para ejercitar la inteligencia y el buen saber.
¿Y qué sucede con el alma perpleja del poeta? Voltaire nos recuerda esa compleja armonía de la sensatez con el entusiasmo. Una más elaborada pregunta nacería en aquella alma favorita: siendo sensatos, ¿cuánto más puede durar nuestro entusiasmo? Ser poeta nunca es fácil, y menos aún en este último siglo. Leer de Novalis que: “Cuando un poeta canta estamos en sus manos: él es el que sabe despertar en nosotros aquellas fuerzas secretas; sus palabras nos descubren un mundo maravilloso que antes no conocíamos”, puede satisfacer, al menos un tiempo, al poeta más indigente. Pero pronto comprende que existen menos oídos que cantos, y todas esas modestas magias, esos paraísos de su ser, serán ignorados. ¿Es deseable, entonces, la poesía? Yo contestaría que, si ser poeta es difícil, también su destino es inexorable y vanos serían sus intentos de no escucharlo. Una voz severa y profunda le dirá: “Sí, la poesía y su belleza existiría sin tu alma terrenal, y no necesita de la pompa del éxito y la popularidad, está hecha para ser vista por pocos, como todo milagro, sin embargo debes seguir su camino, porque aunque no la buscaras, ella te encontrará siempre”. El arte, entonces, es un destino, y no hay modo de evitarlo. Siempre habrá verdaderos poetas, porque siempre habrá poesía; y siempre habrá falsos poetas, que no demorarán en desertar.
El espíritu ávido de nuevos mundos, apasionado por el conocimiento y el buen sentir, es susceptible de la belleza. Y así debe ser el espíritu de un buen poeta.
Por todo ello, no es difícil comprender entonces la verdadera razón de este decadentismo cultural, tan habituado a la funcionalidad del falso progreso, y tan enemistado con las vicisitudes de la inteligencia. La belleza, la poesía, como el arte y el amor, están en abundancia en este mundo; se necesita un elevado y ejercitado espíritu para vanagloriarse de sus virtudes y placeres.
Fuénte: Panorámica Del Observador, José Ignacio Alonso, nos reservamos los derechos.
Aplausos, amigo, aplausos para ti.
ResponderEliminarDejaste plasmado en bellas palabras el vacio interior que abunda en este regimen de falsa belleza. Vos sabes que llevo el analisis por dentro y mis observaciones suelen llevarme a un psicologo mitomano, pero realmente no hay ciencia que pueda devolver, un poco, el espiritu y los valores que decaen en el dia a dia, de este siglo XXI que llaman "moderno". Alabo tus palabras, gran nota.
Ojala pueda ser disfrutada como se merece,
un abrazo, querido amigo.